Capítulo IV

sábado, 8 de mayo de 2010

     Al día siguiente desperté en el camarote, por un momento me sentí desorientada puesto que lo último que recordaba de la noche anterior era que había estado en cubierta, más concretamente en el puente de mando tocando la guitarra española. Me incorporé despacio en el camastro, el sol se colaba por los ventanales ya alto en el firmamento, lo que me hizo intuir que era casi mediodía, aún tenía la ropa de Aramis y aunque me había quedado dormida en cubierta, seguramente él se había encargado de devolverme a esa dichosa jaula. Casi de forma instintiva dirigí la mirada hacia la puerta, el cristal roto estaba cubierto por un trozo de tela, seguramente de alguna vela, me incorporé de un salto y decidí comprobar si había cerrado con llave o no, la verdad es que no albergaba esperanza alguna pero para mi sorpresa, el picaporte cedió, abriéndose la puerta con facilidad, por fin había entrado en razón, o al menos, eso creí en ese instante.

Rápidamente, volví sobre mis pasos para cambiarme de ropa, ya que la del día anterior se había secado, me sentía extrañamente animada, podreis pensar que lo más lógico hubiese sido sentirme incómoda sin los lujos que solía tener en casa, pero todo aquello, por irónico que pudiera parecer, me hacía sentir una libertad que nunca antes había tenido la oportunidad de disfrutar. Dejé la ropa de Aramis en el armario y sin esperar mucho más salí del camarote, rumbo a la cubierta, donde podía oír el trajín de la tripulación, seguramente trabajando en el barco.

Cuando por fin salí al aire libre, tuve que cerrar los ojos, doloridos por la desmesurada luz del astro rey hasta que poco a poco se fueron habituando. Pude darme cuenta de que algunos de los piratas me observaban con sorpresa y otros con cierto recelo, Aramis sin embargo no parecía haberse dado cuenta de mi presencia puesto que cuando por fin le vi, se encontraba junto al timón, con semblante pensativo. Ascendí la escalerilla, segura de mí misma.

-Buenos días Aramis- Saludé, de forma un tanto atrevida al no dirigirme a él como capitán, detalle del que seguramente, más de un pirata se percató, aunque el más cercano a nosotros era el timonel, quién no comentó nada al respecto.

-Buenos días María, espero que hayais dormido bien- Sonrió a la vez que volvía la vista hacia mí. -Por cierto, me debeis un cristal para poder reparar la puerta de mi camarote- Comentó con total tranquilidad mientras tomaba asiento en una de las cajas apiladas que tenía cerca.
-Yo no os debo nada, vos os lo buscasteis, sino me hubieseis encerrado, vuestra puerta seguiría intacta- Me crucé de brazos a cierta distancia de él.

-Si vos os hubieseis portado bien y me hubieseis hecho caso, también estaría intacta- Al parecer se había decidido a llevarme la contraria en todo.

-Pero yo os había advertido de que no estaba dispuesta a dejar que me encerrárais- Caminé varios pasos hasta acariciar la barandilla, el olor a sal me llegó de forma más clara y al parecer el viento era favorable.

-Creo que aún no sois consciente de que aquí el capitán es el que da las órdenes y... ¡Oh!, ¡qué casualidad!, el capitán soy yo- Me miró fijamente algo molesto ya por mi actitud, aunque eso no hizo que me amedrentara ni mucho menos.

-¡Sois un malagradecido!, ¡rompí el cristal de la maldita puerta para cederos vuestro camarote y que descansarais!, no necesito la compasión de nadie y mucho menos la vuestra- Empezaba a perder la paciencia, virtud de la que había tenido que hacer alarde toda mi vida, pero que ahora, poco me importaba.

-Yo no os pedí que hicierais tal cosa, si os permití dormir en mi camarote no fué por el placer de teneros encerrada, ¡¿o es que acaso hubierais preferido dormir con la tripulación?!- Se levantó mirándome altivo, ante su comentario pude escuchar más de una risotada por parte de los piratas que no parecían descontentos ante la idea de que durmiera con ellos.

-¡Yo tampoco os pedí que me secuestrarais y me trajérais a vuestro barco!, ¡si os supongo una molestia os aguantais!- Le sostuve la mirada, con la misma altanería, había vuelto a conseguir sacarme de mis casillas a pesar del buen humor con el que me había levantado, la tripulación ya hacía sus apuestas sobre quién ganaría la sonora riña.

-¡A lo mejor preferís que os tire por la borda!, ¡estoy seguro de que ni los peces aguantarían vuestra presencia!- Se acercó varios pasos a mí y a medida que la discusión se alargaba, el enfado de ambos iba en aumento.

-¡¿Me estais amenazando?!, ¡pues preferiría mil veces la compañía de los peces que la vuestra!- Para no ser menos, también di varios pasos hacia él, encarándole sin miedo alguno. El timonel parecía ser el único ajeno a todo, puesto que seguía haciendo su trabajo como sino ocurriera nada.

-¡¿Qué os habeis creido?!, tan solo sois una niña rica mimada que se cree que todo el mundo hará lo que ella quiera como si fueran sus esclavos. ¡Hola!, ¡bienvenida a la cruel y dura realidad!- Apenas un paso nos separaba a ambos, pude comprobar más de cerca que realmente estaba enfadado, que no era otra simple burla, seguramente, su paciencia se había agotado.

De pronto, los murmullos y apuestas cesaron, el sonido de la bofetada que asesté al capitán hizo que el ambiente se enfriara de golpe, si yo había conseguido acabar con su paciencia, él había dado con mi fibra sensible.

-¡Sois un imbécil!- Dolida, más que cabreada, con los ojos brillantes a causa de la rabia contenida, me di la vuelta y con paso rápido descendí la escalerilla rumbo a la bodega, no quería verle la cara, ¿quién se había creido que era para juzgarme de ese modo sin conocerme siquiera?.

Aunque tardé en encontrar la entrada a la bodega, cuando por fin lo logré, permanecí en ésta durante largo rato, quería estar sola, calmarme, aunque cada vez que recordaba las palabras de Aramis el mal humor volvía en cuestión de segundos, odiaba a la nobleza a pesar de pertenecer a ésta, lo que en cierto modo me hizo pensar que quizá me odiaba a mí misma. Sequé con el dorso de la mano las atrevidas lágrimas que descendían ahora por mis mejillas mientras permanecía sentada entre un montón de polvorientas cajas y barriles, desde allí podía sentir aún más el balanceo del barco y oír perfectamente como las olas chocaban contra el mascarón.

-¡¡María!!, ¡María, ¿me oís?!, ¿dónde demonios...?- La voz de Aramis me sobresaltó, al parecer estaba buscándome pero yo no estaba dispuesta a salir de allí. -¡Vamos!, ¡no seais cabezota y salid de donde quiera que esteis!- La puerta de la bodega se abrió con un chirrido, pude ver entre las cajas como el capitán me buscaba con la mirada y por un instante me pareció que incluso estaba preocupado.

-Capitán, creo que debería ser algo más sutil, no creo que salga si la llama de ese modo- Una segunda voz despertó mi curiosidad, al parecer no venía solo, justo detrás de Aramis se encontraba el contramaestre, el mismo hombre pelirrojo con el que había hablado en Sevilla.

-Me ha pegado una bofetada Jean, delante de toda la tripulación, ¿qué esperas?, ¿que le traiga rosas?- Realmente había conseguido enfadar al capitán y por alguna razón, su último comentario me pareció hasta cómico, de no haber sido porque tapé mi boca con ambas manos, seguramente se me habría escapado una risotada.

-No he dicho eso, las mujeres pueden llegar a ser muy complicadas Capitán y para ser sincero, no hemos tratado con muchas, no al menos sin pagarles primero, ya me entiende- Ambos entraron en la bodega, buscando entre las cajas.

No supe qué hacer, a ese paso me acabarían encontrando aunque realmente ahora mismo apenas me importaba, del barco no podía escapar por lo que finalmente me incorporé sacudiendo mis ropas para quitarles el polvo tras haber estado sentada en el sucio suelo. Ambos dirigieron la mirada hacia mí antes de mirarse entre ellos, seguramente intuyendo que yo había oido la conversación.

Tardaron un poco en reaccionar pero finalmente Aramis me salió al paso interponiéndose entre la única salida de la bodega y yo.

-¿Creeis que os voy a dejar tranquila después de haberme abofeteado delante de toda mi tripulación?- Me miró severo, directamente a los ojos, aunque cuando ambas miradas se encontraron su gesto cambió de forma sutil, seguramente notó que había estado llorando por lo que desvió levemente la mirada. Jean se acercó varios pasos pero de momento no intervino, permanecía justo detrás de mi.

-¿He de entender entonces que vais a imponerme un castigo?- Mi tono era tranquilo, al fin y al cabo había dado una bofetada a un capitán pirata y eso implicaba consecuencias.

-De eso no cabe la menor duda María, en mi barco ha de haber disciplina y al parecer vos no conoceis aún el significado de esa palabra- Por extraño que pareciese dadas las circunstancias sonrió, de forma un tanto maliciosa, algo que no me tranquilizó en absoluto. -Como castigo tendreis toda una tarde de entrenamiento, a partir de hoy me tratareis como vuestro maestro y yo me encargaré de mejorar vuestro arte con la espada durante todo el viaje- Sentenció.

Le miré un tanto incrédula, había imaginado otra clase de castigo como volver a encerrarme o algo así, aunque su decisión no me molestó del todo.

-Está bien, dejaré que me entreneis, pero ahora dejadme pasar- Sostuve su mirada hasta que por fin Aramis se apartó dejando hueco suficiente como para que pudiera salir de la bodega, Jean por su parte se quedó con él, ambos murmurando algo que no llegué a escuchar.

Volví a ascender por las escaleras, el enfado anterior había dado paso a una extraña sensación de calma y en cuanto pisé la cubierta la tripulación guardó silencio de golpe, supongo que esperaban verme enfadada o peor aún, ver como su capitán me castigaba, el cual no tardó en aparecer dando órdenes como si nada hubiese ocurrido.

La mañana transcurrió con inesperada tranquilidad, después de la discusión nadie se atrevió a preguntar al capitán y mucho menos a mí, puesto que durante ese tiempo, pude percatarme de que para más de uno de aquellos piratas, mi presencia en el barco era de mal fario. Apenas pude comer, aunque el mal humor había desaparecido, por alguna razón los nervios habían contribuido a disminuir mi apetito, además, no me sentía del todo cómoda a pesar de que el propio Aramis me llevó la comida al camarote, estaba empeñado en que comer con la tripulación no era lo más acertado para mí.

-¿Creeis que aguantareis el entrenamiento de esta tarde habiendo comido tan poco?- Preguntó al ver la bandeja de comida casi intacta cuando pretendía llevársela.

-No tengo hambre, descuidad, entrenaré de igual modo- No le miré, me incorporé avanzando varios pasos hacia los ventanales del camarote con aire un tanto ausente, observando la estela que el barco iba dejando a su paso mientras él me seguía con la mirada en silencio un tanto extrañado.

-Bueno... os esperaré en cubierta, poneos algo más cómodo, si quereis podeis usar la ropa que os presté- Sin más, salió del camarote con la bandeja entre las manos, cerrando tras de sí para darme intimidad.

Ahora que había logrado librarme de los barrotes de la alta sociedad española sentía que por muy lejos que quisiera volar, no iba a encajar en ningún sitio. Observé el camarote unos segundos y luego volví sobre mis pasos para coger la ropa que Aramis me había dejado el día anterior, me quedaba lo bastante holgada como para darme facilidad de movimiento, por último, recogí cuanto pude mi larga cabellera negra y salí de la estancia, rumbo a cubierta.

He de reconocer que había subestimado a Aramis, aquella tarde descubrí que la esgrima a bordo de un barco era completamente diferente, sino se posee el suficiente equilibro y juego de pies, en menos de lo que canta un gallo acabaría cayendo por la borda o en el suelo, a merced del enemigo con el que estuviera batiéndome. Aquella tarde acabé sentada en el suelo infinidad de veces, llegué incluso a sentirme frustrada, pero él parecía ir en serio, realmente quería enseñarme a desenvolverme allí y durante los dos meses siguientes de viaje, rumbo a Estambul, en los que entrené cada tarde, me di cuenta de que realmente me había estado enseñando algo tan útil en la mar como lo era el respirar para un hombre y que, a pesar de las múltiples diferencias y discusiones entre ambos, algo frecuentes por cierto, con su actitud y cabezonería, había logrado que estuviera a gusto a bordo, hasta el punto de sentir que, por primera vez, encajaba en algún lugar.